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- El autor -

martes, 28 de mayo de 2013

LA CLASE OBRERA, LA CONTRACULTURA Y LAS DROGAS. CARNE PA LA PICADORA

“La culpable de mi ruina es la sociedad,
que cuando mejor estoy... se acaba el material.”
- La Polla Records, “Carne pa la picadora” -




Si echamos una mirada atrás, hacia nuestros queridos años 80, es imposible que no nos vengan a la mente algunos de los iconos más representativos de aquella época. ¿Quién podría olvidar la Movida Madrileña y su frenético despendole de caspa y laca? ¿Cómo no recordar la época dorada del llamado Rock Radical Vasco dándole a los punkis londinenses una lección de cómo hacer canción protesta? ¿Cómo olvidar a los GAL, las ejecuciones extrajudiciales y el Ministerio del Interior diseñando el plan Zona Especial Norte? Y por supuesto, la heroína, ¿cómo olvidar una epidemia tan devastadora como la heroína? En una joven democracia todavía estrenándose, frente a una clase obrera más movilizada que nunca en plena reconversión industrial, y el resurgir de una juventud abiertamente crítica, la heroína supo jugar perfectamente su papel ejecutor. Durante las décadas de los 80 y los 90, esta sustancia cayó en las manos de miles de jóvenes, deteriorándoles y acabando con sus vidas a una velocidad pasmosa. Se trataba de una trágica plaga, ni más ni menos. Otro pequeño holocausto después del que supuso la dictadura fascista, tuvo lugar desde la Ría de Pontevedra hasta la bahía de Cádiz, pasando por las cuencas mineras asturianas, los barrios obreros madrileños o los Altos Hornos de Vizcaya o Sagunto.

Desde muy temprana edad, la juventud comenzaba a consumir heroína impulsada por el vacío y la frustración del desempleo entre otras miserias sufridas en sus propias carnes o en las de sus familias, así como por la relación que comenzaba a tener el consumo de drogas con la contracultura, asociando el hecho de drogarse no solamente como una vía para evadirse, sino como un acto de rebeldía y un símbolo del inconformismo nihilista que se propugnaba en la época. “De qué nos sirven manifestaciones, de qué nos sirven huelgas generales (...) no hay amigos ni enemigos, lucha necia, todos contra todos”, decían los bilbaínos Eskorbuto en el tema que dio título a uno de sus más significativos álbumes, Anti-todo. Más tarde dos de sus tres miembros morirían por infecciones causadas por el consumo de heroína. Si la Inglaterra de Thatcher y sus políticas antiobreras tuvo a Sid Vicious como icono para una juventud desencantada, aquí los tuvimos a ellos. Mientras esto ocurría, todo tipo de esperpentos ataviados de cuero, tachuelas y tintes baratos brotaban en Madrid proclamando a los cuatro vientos la Movida, que lejos del carácter social que tuvo en su gran mayoría el Rock Radical Vasco, supuso un cortafuegos para todos aquellos jóvenes que pudieron empaparse del mensaje que contenían las letras de The Clash o de Kortatu, pero que tuvieron que conformarse con el cardado de Alaska y su novio el zombie o con el espeluznante cine de Almodóvar. Y entre toda aquella subcultura se encontraba la heroína recorriendo las calles, segando vidas y destrozando familias. Si la consumían todos esos seres que salían por la tele y actuaban en los garitos de moda, ¿por qué no iba a consumirse en las calles algo que estaba siendo indirectamente promocionado por el propio ayuntamiento? Todos recordamos a Tierno Galván proclamando ante cientos de personas aquello de: “¡Rockeros, el que no esté colocao, que se coloque!”


Aún quedan supervivientes que en aquel entonces no eran más que unos niños, chavales que tenían bastante claro lo que el futuro había de depararles, trabajar como sus padres en la Naval o en Euskalduna, en las minas o en las refinerías, pero que de repente vieron desgarrarse todo aquel tejido industrial ante sus ojos, mientras en sus barrios dejaron de ofrecerles hachís y marihuana, para toparse con una droga que era muchísimo mejor que cualquier otra sensación que hubieran experimentado. Niños que vivieron en primera persona aquella explosión de adulterada libertad, que dibujaba un ambiente próspero y reconciliador sobre un misérrimo lienzo de paro y un vertiginoso declive económico que abocaba a la clase obrera a la más absoluta depauperación. Niños que se hicieron adultos sin pasar antes por la adolescencia. Que conocieron, muchos de ellos, el VIH antes que el sexo, y el caballo antes que el fútbol o las clases de guitarra, y que pasaron de engrosar las filas de los sectores más combativos, a acabar rindiendo culto a aquella nueva forma de rebeldía que pasaba de la cuchara a una jeringuilla, y de la jeringuilla a sus propias venas. Los Calis la llamaban “diablo vestido de ángel” y Camarón se refirió a ella como un “potro de rabia y miel”, porque como tantos otros, conocían la dramática realidad de los barrios bajos en los 80. Una década antes que ellos, en Estados Unidos, músicos como Lou Reed o Mick Jagger, quienes no conocían más realidad que la de sus camerinos y la droga pura y sin adulterar que allí les enviaban, le componían canciones como si de un idilio más se tratase. Por ello era muy fácil afirmar que el rock y otros terrenos de carácter contracultural habían traído el hábito de las drogas al Estado español, mientras estas llegaban a los rincones en que las fuerzas represoras no podían o se negaban a acceder, sin que nadie hiciera nada por salvar a aquella generación perdida, condenada al olvido y a la exclusión social.

Aunque a principios de los 90 los efectos del caballo ya eran un eco lejano para los medios de comunicación, tanto éste como las enfermedades que se contraían por su culpa seguían devorando gente y llenando los cementerios de todos los rincones de la península. Mientras el estado limpiaba su imagen sirviéndose de una más que sonada “Operación Nécora” orquestada por un joven aprendiz de superhéroe llamado Baltasar Garzón, comenzaba a entrar cada vez más cocaína desde las costas de Galicia, y esta pasó poco a poco de ser considerada como la droga de los pijos y de los ejecutivos de éxito, a consumirse cada vez más entre la juventud trabajadora, al igual que sucedió con la heroína a partir de los años 60 en otros rincones del mundo. Con ella, se ponen de moda las famosas drogas de diseño que ya habían inspirado a los Beatles hacía tiempo. Las salas de fiesta, las raves  o la ya entonces mítica Ruta Destroy - o del bacalao, como se la calificó más tarde - eran lugares de peregrinaje para jóvenes de todas partes. Los accidentes de coche, el abuso del LSD, los comas etílicos o Seguridad Social pasándose del punk a la música latina, son algunos de los males de la época. Se asentaban la coca y las anfetaminas como forma de ocio entre los jóvenes, a la vez que se asentaba la música de diseño y el postmodernismo gestado en la capital gracias a la Movida. En las salas de cine, Uma Thurman se pillaba una sobredosis y echaba espumarajos por la boca al confundir la bolsa de “jaco” de la cazadora de Travolta con coca (algunos seguimos prefiriendo los tristemente realistas picos de José Luis Manzano), y en los altavoces de todos los garitos un reciente grupo de música llamado Ska-p cantaba en favor de la legalización de drogas blandas como el cannabis, drogas que nunca habían pasado de moda. “¡Basta ya de hipocresía!”, exclamaban mientras promovían desde los escenarios la revolución proletaria y trataban de hacer pasar un simple teclado por una auténtica sección de vientos a ritmo de ska. La inmigración estaba en pleno auge, y también muchos de ellos cayeron entonces en las garras de la droga, sobretodo entre los más jóvenes y vulnerables. Un sector al que se le atribuyó en gran medida la venta y el tráfico de estupefacientes, por tratarse de un blanco fácil y al que también se le ha cargado históricamente con la plena responsabilidad de males como el desempleo o la delincuencia, entre otros.



Hoy nos encontramos, lejos de los siniestros años 80, con un elevado índice de consumo de heroína - no tanto por vía intravenosa como fumada o esnifada – entre jóvenes de alrededor de 20 años, así como con drogas socialmente asentadas – que no aceptadas – como la cocaína, el MDMA y el “speed”, o las clásicas drogas blandas. Cuando se echa la vista atrás, se suele achacar la odisea que se vivió por culpa de la droga, a la falta de información que se tenía entonces acerca de los efectos del consumo de estupefacientes. Sin embargo, hoy vemos cómo en los barrios más humildes de Grecia, desde hace un año ha empezado a circular un derivado de la metanfetamina cristalizada extremadamente barato, debido a que, según los expertos, está cortada con sustancias altamente tóxicas. La droga parece estar destinada a la completa destrucción de quien la consume, pues varios expertos aseguran que medio año de su consumo equivale aproximadamente a 20 años de adicción a la heroína. Quienes la toman, presentan a los pocos meses un aspecto de extrema degradación, erupciones en la piel, severas depresiones, tendencias suicidas y comportamientos agresivos, además del riesgo de contagio de enfermedades como el SIDA o la hepatitis debido a que mayoritariamente se consume por vía intravenosa. La llaman la “mata pobres”, curiosamente. Ya ha sucedido en los barrios más humildes de Estados Unidos con la introducción del crack en los 70 o con los veteranos de Vietnam que volvían de la guerra siendo adictos a la morfina o a la heroína, y por supuesto, en prácticamente toda América Latina, donde imperan redes de narcotráfico financiadas por la CIA y los gobiernos de la oligarquía. De aquellas guerras todavía quedan cráteres humeantes y muchas, muchísimas heridas, causadas por un sucio negocio que jamás dejará de serlo aún con su despenalización, y para el que es inútil reclamar cualquier tipo de regulación.

Así es como las drogas, aparentemente un perjuicio interclasista, suponen y han supuesto siempre un macabro mecanismo de alineación y control social perfectamente gestionado por el sistema capitalista, con la clase obrera y especialmente los sectores más contestatarios como principal objetivo, y la mayoría de las veces con la contracultura y sus modas como telón de fondo. Tan premeditada como despiadada es la idea de sacrificar a los hijos de la clase obrera, a los que crecen en las barriadas más golpeadas por las crisis sistémicas, como cínico es poner en las manos de estos su propio método de autodestrucción, haciéndoles pagar por él un costoso precio. Lástima que haya quedado en la memoria colectiva de nuestra particular tragedia, sean los hilarantes comentarios de personajes bufonescos como “el Luisma.” Ojalá hubieran sido esas las únicas secuelas.

- Kevin Laden -

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